Lara López
Desde la ventana del hotel, la calle nevada parecía aún más ajena. Un pequeño parque, con tres plátanos no muy altos y algunos arbustos copados de nieve, la separaba en dos sentidos. Al fondo, todo lo lejos que le permitía la vista desde aquella esquina, el horizonte se difuminaba en un cielo exageradamente gris y brillante, uno de esos de película en los que, de haberse adentrado, aparecería Michael Landon como poco. Se lo imaginó sonriente, con cara de llevar allí toda la eternidad. Cristina, ¿verdad? Le preguntaría. Y desaparecería con él envuelta en una gran nube gris, como en aquel programa que presentaba Bertín Osborne. Qué guapo Bertín, se dijo, llenando de vaho el cristal con el aliento. Le dolían los ojos. Y Landon, qué guapo, suspiró. Era su suspiro número veinticinco. Miró la hora en el display del televisor. Ya debería estar aquí, se dijo, pensando en los suspiros. Acababa de leer un artículo de lo más revelador en una revista para mujeres que había encontrado sobre la mesa, junto a una de las camas. La autora, una tal C. Lispector, sostenía que se suspiraba el mismo número de veces después de una cita con sexo que cuando no se había practicado en mucho tiempo. Lispector aconsejaba encarecidamente la primera opción, incluso si era una primera cita. Se miró al espejo de la pared de la tele y volvió a suspirar. Según sus cuentas, era el veintiséis. Eso significaba que estaba verdaderamente harta. Resolvió que Landon y el sexo no eran compatibles. Y se dirigió al baño a por sus pinzas de depilar. Se tocó el cuello. Le dolía ligeramente la garganta. De tanto llorar, se dijo. Se frotó los ojos hinchados. En aquella habitación hacía demasiado calor. Sostuvo su mirada en el espejo del baño. Miró su pelo recogido con una pinza fucsia enorme. La había comprado rebajada en Sephora. Nunca la llevaba en público. Siempre había pensado que habría que inventar algo más elegante para sujetar el pelo. Se recogió los mechones, rubios, teñidos el día anterior, de las sienes. Estas pinzas son un espanto, murmuró. Mientras se ahuecaba el pelo, volvió a suspirar, esta vez de calor. Veintisiete, dijo, pensando también en el calentamiento global. Había intentado abrir las ventanas para refrescarse pero las ventanas de los hoteles no parecían estar preparadas para las ocasiones en las que una necesitaba respirar. Salió del baño, con ambas pinzas en la mano. Fuera nevaba suavemente y la luz era cada vez más brillante. Miró la hora en el display del televisor encendido. Llevaba en ese hotel de provincias, esperándole, cinco horas y cuarto. Cinco y cuarto, repitió en voz alta. Sintió un malestar indefinido. Le dolía ligeramente la garganta. Se dio cuenta de que querría haber suspirado. Miró a su derecha, sobre la cama sin deshacer, la camisa negra de seda transparente que aún esperaba estrenar. Pensó en que debía haber relación entre los suspiros y la falta de oxígeno y comenzó a recorrer la habitación lentamente apagando las luces. Primero la de la mesilla del lado en el que él solía acostarse. Tras dudar un segundo, volvió a encenderla. Apagó la lámpara junto al televisor. Luego, la de la puerta de entrada. Se imaginó siendo la única superviviente de un mundo a punto de extinguirse obligada a repetir ese ritual de apagar las luces en orden. Durante el viaje, había empezado a imaginar la conversación que aún esperaba mantener, pero la había tenido que interrumpir para sortear el cadáver de lo que debía haber sido un inmenso pájaro negro, en medio de la calzada, aplastado sobre la nieve. Durante unos segundos, mientras pisaba el acelerador de su Volkswagen azul y corregía la dirección del volante, imaginó la noticia en el telediario de la noche. Había notado su mano ligeramente temblorosa mientras subía al cinco la calefacción para quitar el vaho del parabrisas. Le había imaginado incrédulo, recién llegado, con su Nissan negro aún en doble fila, en la entrada del hotel de provincias. O, mejor, recién duchado, con la toalla mojada aún puesta en la cintura y el mando en la mano, sentado sobre la cama y con la colcha, marrón oscura, sin deshacer. Le gustaba imaginar. Lo hacía bien. A veces conseguía hacerlo con tanta fidelidad que se echaba a llorar como una magdalena. A veces, de niña, pensaba en sus padres descubriendo que ella misma, su querida hija, había fallecido tras un descuido. Una sobredosis de optalidones. Una lata en mal estado.
—Creo que no es buena idea que hagamos el viaje juntos.
Había visto su enfado. Hosco, desagradable. Como si fuera antiguo. Se le había hecho un nudo en la garganta y se había quedado muy quieta. Cualquiera, mirándola, habría pensado que decidía qué café sacar de la máquina.
—Quizá— había respondido, sin mirarle a los ojos, dejando el vaso aún con café en el resquicio del ventanal y regresando despacio a su mesa de trabajo, para pedir hora en la peluquería. Un día después, él se había disculpado por haber estado tan lejos.
Apagó la luz del baño y echó un vistazo a su alrededor. La bandeja con la cena seguía en la mesa, frente al televisor, sin tocar. Quería que pensara que no tenía ganas de comer. Se sirvió una copa de vino del minibar. Al llegar le preguntaría por qué no había tocado la cena y ella, sin darle importancia, le diría que últimamente no tenía apetito.
En la pantalla había un locutor con una corbata demasiado rosa. Miró sus labios. Carreteras cortadas y caos en el sur, leyó en un cartel, escrito en azul. Siguió leyendo algo sobre el mal tiempo y la subida del IPC. Subió el volumen y se quedó un rato escuchando a gente que protestaba por la poca previsión del gobierno. Enseguida cambiaron a los accidentes de tráfico provocados por el temporal. Pensó en que todos los que hablaban eran hombres. En la pantalla, el de la corbata enumeraba los accidentes. Tres en la autovía que ella misma había tomado hacía cinco horas y treinta y cuatro minutos. Pensó en las mujeres de esos hombres, esperando en sus casas a que volvieran. En ella misma, siempre esperando. Sentada en una esquina de la cama, pensó en la mujer de él. En sus hijos, que aún eran pequeños. Y, en la penumbra de aquella habitación de hotel, deseó, con todas sus fuerzas, que el coche que aparecía en la pantalla, negro como un pájaro sobre la nieve, fuese su Nissan negro.
Ayer se publicó el número de invierno (¡el 19!) de la revista El Coloquio de los Perros.
Juan de Dios me pidió un cuento inédito. Se admiten críticas.
AVISO: el resto de la revista es mucho mejor ;-D